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POESÍA Mejor un horizonte de esperanza

Con los libros de versos de poetas leoneses publicados a lo largo del año ocuparíamos buena parte de las reseñas de Filandón, y ya se sabe que la poesía huye de localismos y que al lector le llegan incitaciones y estímulos de otras tierras, algunas de la otra orilla del Atlántico, y de otras lenguas, de modo que no todo lo local cabe ni en el tiempo ni en el espacio de que disponemos. Por el camino han ido quedando la reedición de los Salmos de la meseta, de Ángel Barja, y poemarios de Álvarez Sacristán (Libro de las dimensiones), Emilio Vega (Por el dulce sendero que conduce a tu nombre), Javier Huerta (Razones coloradas y Manual de literatura), Rojas Cabañeros (Los espejos curvos), González Alonso (Lucernario) y Susana Barr?agués (Surfing Ecstasy). El último poemario que ha llegado a mis manos es Donde reside la herida, el cuarto de Amparo Paniagua (León, 1967), al que me voy a referir.

Consta el libro de dos partes de asunto y tonalidades diferentes. La primera, con matices existenciales, plantea la situación de frontera de la existencia, «entre el desamparo y el afecto», «entre querencia y aversión, entre susurro y aullido». La vida, declara otro poema, es andar entre «embelesos y desconciertos, voluptuosidades y vilipendios». En esa frontera reside la herida simbólica de la vida, aunque la herida mayor es no comprender el porqué de la existencia y saberse carne perecedera. El hombre quiere cicatrizar esa herida en vano, inventando reinos, cielos o dioses de conveniencia. Parece natural el tono de rabia y de rebeldía contra ese vivir a contracorriente o, como quería Blas de Otero, a contratiempo. No por eso mengua el impulso vital, porque una cosa es el pensamiento que ennegrece la existencia y otra la vida concreta con sus momentos exultantes, algo patente en poemas como Amanece en Fez, uno de los más atractivos. De ahí provine acaso el deseo de un «horizonte de esperanza» y de que su propia poesía sea plácida y esperanzada, hospitalaria y comunicativa, «con símbolos sencillos y matices de color».

La segunda parte promueve encendidos cantos de amor, con celebración de la belleza encarnada en un tú al que se invoca y reta y ensalza: «Tu piel: mi nueva religión fuera de todo tiempo». La entrega apasionada al amor, en alma y cuerpo, aboca en los poemas finales a un final abrupto y a una cura de urgencia: también el amor es lugar Donde reside la herida, aprovechando el título del poemario.

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